domingo, 14 de marzo de 2010

EL DOMINGO DE LA ALEGRIA



En plena cuaresma, el Cuarto Domingo es el llamado “laetare”, del regocijo, de la alegría. En realidad nunca la cuaresma ha estado reñida con la alegría. La cuaresma no es tristeza: es moderación y esperanza. Y ello, pues, está perfectamente reflejado en este domingo que toma su nombre de la primera palabra de la antífona de entrada: “Regocíjate, Jerusalén, vosotros, los que la amáis, sea ella vuestra gloria. Llenaos con ella de alegría, los que con ella hicisteis duelo, para mamar sus consolaciones; para mamar en delicia a los pechos de su gloria”. Jesús, además, nos va a narrar la hermosa parábola del Hijo Pródigo (Lc 15,1-3,11-32), donde asistimos a la revelación notable de un Dios cariñoso y tierno, que espera, con los brazos abiertos, la vuelta de todos los hijos alejados. El premio al regreso es una fiesta. La misma que acontece en el cielo cuando un pecador, arrepentido, vuelve a casa.

La parábola del Hijo pródigo es uno de los textos más conocidos del Evangelio, fácilmente la recordamos y nos sentimos identificados con el personaje del Hijo Pródigo. Incluso cuando escuchamos esta parábola rápidamente recordamos la pintura de Rembrandt.

El cuadro "El regreso del hijo pródigo". Es quizás es la última obra de Rembrandt, pintado al final de su vida, en el año 1669. A continuación algunas ideas que nos ayudan a apreciar mejor esta “obra maestra” de la pintura y que al mismo tiempo nos ayuden a contemplar el Evangelio de este Domingo.

Los rostros y las miradas: Merece contemplarse detenidamente el rostro del Padre, que se muestra íntegro, y los rostros de los dos hermanos, que sólo aparece en una de sus lados. La mirada del Padre aparece cansada, casi ciega, pero llena de gozo y de emoción contenidas. La cara del hijo menor trasluce anonadamiento y petición de perdón. El rostro del hermano mayor aparece resignado, escéptico y juez. El hijo mayor, correctamente ataviado, surge en el cuadro desde la distancia.

La fuerza del abrazo y de las manos del Padre: La centralidad del cuadro, el abrazo del reencuentro entre el Padre y el hijo menor, emana intimidad, cercanía, gozo, reconciliación, acogida. El Padre estrecha y acerca al hijo menor a su regazo y a su corazón y el hijo, harapiento y casi descalzo, se deja acoger, abrazar y perdonar. El Padre impone con fuerza y con ternura las manos sobre su hijo menor. Son manos que acogen, que envuelven, que sanan -el simbolismo del gesto cristiano y religioso de la imposición de las manos-.

Simbolismo e interpelación: El cuadro nos interpela acerca de nuestra propia vida cristiana en clave de hijo menor -¡tantas idas y venidas!, ¡tanto buscarnos sólo a nosotros mismos, raíz del pecado!, ¡tantas mediocridades y faltas!- y de hijo mayor -el que todo lo sabe, el perfecto, el bien ataviado, el responsable, el cumplidor, el irreprensible, el juez que también se busca sólo a sí mismo y está lleno de soberbia soterrada- que cada uno de nosotros podemos llevar encima y ser.

Nos llama y nos urge a ser el Padre de la parábola, en la acogida, en el perdón, en el amor, en la reconciliación plena y gozosa, sin pedir explicaciones, no exigir nada, sólo dando. El cuadro expresa el gozo inefable de la vuelta a casa, del regreso al hogar. ¡Yo soy casa de Dios! Todos y cada podemos ser mutuamente el Padre que acoge, perdona y ama.

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